I. Secuestro.
Cuando vio al hombre barbado, de ruana, parado en un promontorio entre retazos de niebla, supo que era Romaña, supo que estaba en el Sumapaz y supo que su secuestro era para largo. Silbaron desde arriba ordenando detenerse a los dos guerrilleros que lo escoltaban, y tuvo miedo. Pero no bien el negro alto que estaba al lado de Romaña bajó corriendo y empezó su primer interrogatorio formal, supo que, aunque estaba completamente a su merced, la información de sus captores era bastante primitiva, y que al menos en algo su suerte dependía de él mismo.
Para entonces, llevaba dos semanas secuestrado. Como vivía en un área urbana, la operación estuvo a cargo de una banda especializada, que lo entregó enseguida a las Farc. Toda la familia había tomado precauciones; los dos últimos meses habían detectado que los seguían, y hubo llamadas exigiendo dinero bajo amenaza de secuestrar a alguno. Lo escogieron bien: no era rico pero era el consentido y tenía mujer e hijos; en consecuencia, podían tanto presionarlo a él como usarlo para arrinconar a su madre viuda y sus hermanos -así, sin sentimentalismos, aprendió a considerar su situación en los diez meses que estuvo a la fuerza en el monte.
Cayó tontamente. Le propusieron comprar una tierra; desconfió, pero finalmente accedió a encontrarse con el vendedor. Llegó un poco antes y cuando el hombre apareció le dijo que a fin de cuentas no quería hacer el negocio. El otro, apesadumbrado, bien vestido, le preguntó hacia dónde iba y le pidió dejarlo cerca de su casa. Después, fue lo de siempre. A plena luz del día un taxi y un auto lo cerraron. Encañonado, se dejó meter en el asiento trasero de su campero y reconoció la carretera, asfaltada, primero, polvorienta, después, por donde lo llevaron hasta un grupo de ocho uniformados. “Tranquilo, patrón, que esto se cuenta con lo otro”, le dijeron al quitarle el medio millón de pesos que había retirado de un cajero, antes de adentrarlo por una trocha hacia la cordillera, dejándole por fortuna ponerse las botas de trabajo que siempre llevaba en el carro.
Al día siguiente llegaron a un campamento, en el cañón de un río. “Para entonces, la primera fase, la del choque, cuando uno no atina ni a pensar, ya había pasado, y estaba en la segunda, la del desconcierto”, me dijo, pasando revista como un médico a las etapas sicológicas de las primeras semanas de cautiverio, que la guerrilla conoce y aprovecha. “Por ellas pasé yo, pasan todos los secuestrados, y más de uno se quiebra. Y las Farc, que lo saben, lo explotan a la perfección. Después de vivirlo en carne propia y de verlo muchas veces en mis compañeros de cautiverio, me convencí de que, más allá de lo que uno pueda sufrir, el secuestro es un sistema y la única forma de sobrellevarlo es entendiendo en qué está uno metido”.
Sólo entonces, un comandante se identificó con su nombre y el número del frente de las Farc, y le informó que se trataba de una retención económica. Le dieron una cobija, le cuadraron un cambuche donde dormir, separado de los guerrilleros. De noche, cada 15 minutos le alumbraban la cara. Ahí, solo y ante el dilema de fabricarse una rutina o enloquecer, hizo un rosario y una crucecita con hilo negro y unos palitos y empezó a rezar. “Todos los secuestrados lo hacemos”. A los ocho días, cuando le dijeron de pronto “levántese que nos vamos”, sin explicar a dónde, ya había superado el desconcierto y empezaba a pensar: “Bueno, estoy secuestrado; cómo voy a afrontarlos?”.
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Cuando vio a Romaña, estaba aterido de frío y embotado por una caminata hipnótica de jornadas de diez horas entre los pantanos y la lluvia a medida que subían al páramo. “Esa es la tercera fase, la etapa crítica. Lo que uno piensa, sus deseos, su vida, se reducen a una sola cosa: descansar”. Los captores lo saben y lo usan sabiamente. En esa semana de marcha que demolió su frágil vigor urbano, le pusieron al lado un guerrillero conversador y buenagente que le ofrecía refresco, le decía que lo llevaban a soltarlo y, en tono de amigos, le preguntaba, dejándolo descansar y brindándole un cigarrillo: “Sí será verdad lo que dice el comandante que usté tiene mil vacas lecheras en su finca?”. Era tan campesino, tan falto de sutileza para sonsacarlo, que le decía que estaban en el Huila, cuando él sabía que no habían salido de Cundinamarca.
Lo que el acompañante de Romaña interrogó era una piltrafa humana, con los pies ampollados e irreconocible por el mugre, a la que tuvieron que cambiarle los pantalones vaqueros destrozados por una sudadera que le quedaba cortica. Nunca supo de dónde, pero sacó fuerzas para entender qué se jugaba. El hombre se le paró enfrente, libreta en mano. La guerrilla sabía de dos fincas pero no de su extensión, hablaban de mil vacas, él se plantó en 200, sumó la casa -de un piso, no de dos, dijo-, un solo carro, añadió la cuenta bancaria y préstamos, y con los ojos severos del interrogador clavados en los suyos le dijo que si lograba juntar 150 millones sería mucho. “El tipo me pidió un teléfono; con una mirada amenazante me dijo que iban a verificar, y se fue sin más”.
Le dieron un día de descanso en un campamento grande, con varios cientos de guerrilleros, que supuso era la base central de Romaña. Después se enteraría de que todos los secuestrados, los que subían del Huila, el Tolima y el Llano por la montaña y los que traían de Bogotá, como él, por cuchillas tapadas de niebla, pasaban por allí antes de seguir viaje hacia abajo, al Cañón del Duda, adonde se lo llevaron al día siguiente. “Dentro de la zona de distensión”, asegura.
En los dos días de bajada, su parsimonioso y único guardián le daba a veces un kilómetro de ventaja: el territorio era de las FARC; la fuga, una locura. Una tarde, le mostró desde un filo unas casitas. Fincas? No, “comisiones”. En cada casita campesina colgada de la loma, un grupo de seis u ocho secuestrados aguardaba, custodiado por una docena de guerrilleros, el resultado tortuoso de la negociación de sus rescates. Cada una era una “comisión”. Ya cayendo la noche, el comandante León, “el primer guerrillero culto y bien hablado que veía en dos semanas”, lo hizo entrar a la casa y mandó a avisar a los otros secuestrados que les había llegado un compañero nuevo.
II. Cautiverio.
Cuando su familia recibió la primera llamada, él llevaba varios meses secuestrado y había entendido la regla básica del negocio, la sola posibilidad de una persona en la posición de un animal para seguir sintiéndose persona: el tamaño del rescate depende menos de la habilidad negociadora de los parientes que de lo que revele el secuestrado a unos captores que compensan lo primario de su servicio de inteligencia sometiéndolo a una presión inmisericorde. Para la familia, en cambio, como me dijo uno de los hermanos, “si el secuestro fue el primer choque, la primera llamada fue el segundo: pidieron un millón de dólares”.
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Curiosos, parcos, sus compañeros de “comisión” lo recibieron en el cambuche al cual lo despachó, después de presentarse y decirle que si no creaba problemas lo tratarían bien, el comandante León. Del saco que cada uno mantenía, con propiedades heredadas de los que iban saliendo, le reunieron una muda de ropa limpia y una cobija. Hablaron poco, rezaron con la camándula hechiza que él traía. Dormían sobre unas tablas en horcones, uno junto a otro. Sólo cuando le tomaron confianza entendió porqué al comienzo lo pusieron en el medio: en los extremos pasaban la noche, clandestinos, los secuestrados más importantes: dos radios de pilas en los que oían a escondidas los mensajes que sus familiares ponían en la Voz del Secuestro.
Eran cinco. Orlando, un ferretero de Usme, llevaba, como Julio, dueño de una finca en la Sabana, tres meses; Cándido, un transportador, estaba hacía cuatro; los veteranos, con seis meses, eran Mario, un ingeniero, y Don Juaco, un anciano avaro y soberbio. Pequeña sociedad que a lo largo de los meses, con secuestrados que llegaban y compañeros que salían liberados, iba sufriendo cambios y tensiones. “No es fácil convivir cuando todos vienen de ser patrones”.
Supo de comisiones donde secuestrados ricos discriminaban a otros, que consideraban ordinarios. En la suya había quien, esperanzado, cumplía el rol del preso servil con los guardianes, y quien, quebrado, lloraba. Un político que trajeron después, se creía víctima de una equivocación pues su papá había conocido a Tirofijo en tiempos de la guerrilla liberal. Hubo hasta quien, opinando que el clientelismo funciona en el monte, intentó sobornar al comandante. El golpe más duro para todos fue la llegada de Carlos, un niño de 14 años, que estuvo seis meses; él tuvo que dedicársele las primeras dos semanas para que entendiera que no se iba a ir al otro día.
Esa era otra de las fases sicológicas de las primeras semanas de secuestro, “la del positivismo, de creer que uno se va a ir rápido”, me dijo. Sabía por amigos que un secuestro normal dura diez meses y que sólo la actividad podía salvarlos. Se los dijo. Pidieron permiso e hicieron un comedor. Después, se dieron cuenta que el comandante León era enfermo por el ajedrez. Dos de ellos jugaban, a cambio de que los dejara pasear hasta una lomita cercana. Allí, dos veces por día, hablaban con entera libertad. Después, improvisaron unas pesas y hacían gimnasia. Contrarrestar la inacción les daba moral; con el deporte empezaron a dormir mejor sobre las tablas.
La rutina la establecían las comidas. Siete y media de la mañana, a asearse en la quebrada; a las ocho, en la ollita y con la cuchara que dan los guerrilleros, un caldo, que se toma, se juaga la olla y se llena de café o chocolate, y la “cancharina”, una arepa de trigo frita; de once y media a doce, el almuerzo, y de cinco y media a seis, la cena, ambos consistentes en arroz o fideos, lenteja o frisoles, y plátano, o papa, cuando había. Las patas, el pescuezo de una gallina que les dejaban a veces, eran un festín que se rifaban. A las tres de la tarde, la terapia de grupo de los secuestrados: el rezo colectivo. Para las necesidades, el “chonto”, un hueco en la tierra; para orinar de noche, se pedía permiso.
“Pasados el choque inicial, el desconcierto, la ilusión de salir rápido, uno empieza a buscar respuesta a una pregunta obsesiva: porqué me tocó a mí? Entonces llega la fase que muchos no superan: uno se acuerda de todo lo malo que ha hecho en la vida y lo carcomen los remordimientos”, me dijo. Sus captores, perfectos conocedores de lo demoledor de esas primeras semanas de cautiverio, no los maltrataban físicamente pero explotaban con siquiátrica perversidad las debilidades de cada uno para completar su fragmentaria información financiera.
A Cándido, que pescaron con la moza, le decían que se lo iban a contar a su esposa, y al pobre lo devoraba la duda de si ésta lo sacaría o no. Doña Laura, que llegó después, bajo la sugestión de que sus hijos no querían pagar, delató un CDT de 50 millones que tenía, y su negociación, que estaba casi resuelta en 15 millones, se subió a 80 y tomó tres meses más. Mario, mal casado con una mujer rica, cayó con su novia; a los tres días los separaron, y a él, que sufrió todo el tiempo por eso, nunca le dijeron que a ella la habían soltado casi de inmediato. “Mañana como que traen un caballo para llevárselo”, bastaba decirle a Don Juaco para que el viejo, convencido de su pronta liberación, dejase de comer y dormir. A un anciano que llegó de otra “comisión” le daban una pala para cavar su tumba, y, ante el hueco listo, se echaban a reír. “Se ensañan con los viejos porque son los que, en últimas, dicen a la familia cuánto pagar”. A nuestro secuestrado, ranchado en las cifras que les había dado, se la montaron de traqueto, de paramilitar. Ahí sí tuvo miedo. Pero se mantuvo y terminaron dejándolo en paz.
“En esos primeros meses, no llaman; los están trabajando”, me dijo uno de los hermanos. El choque brutal de los primeros días, el cansancio animal de las marchas, el estupor de verse en el monte, vencen a muchos; por impotencia, por rabia, por ilusión de salir rápido, hablan. Una vez exprimidos, los olvidan en alguna “comisión” y se dedican con calma a ablandar la familia. “Si el secuestrado supiera en qué medida depende de él mismo lo que se termina pagandosuspiraba el hermano, describiendo esos días.
El golpe de gracia era la llegada del caballo. Alguien iba a salir!. Podía ser para bajarlo a La Julia, en la selva, adonde llevaban los peces gordos, y eso era sinónimo de un secuestro de 14 o 16 meses. Pero casi siempre era para subirlo al páramo. La liberación! Y cada uno acariciaba en secreto la idea de que sería su turno. Eso creyó Don Juaco cuando se lo llevaron. Les dejó todas sus pertenencias y se fue feliz. A los ocho días lo trajeron de vuelta, tieso de frío y moralmente destrozado. Lo habían subido sólo para llamar a la familia. El viejo se rebeló, no dijo que pagaran lo que pedían, y lo devolvieron sin contemplaciones sabiendo que el tiempo, en el monte, es de los secuestradores. La ceremonia de retornarle las cosas que les había dejado los tuvo a todos deprimidos una semana.
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Cuando pidieron un millón de dólares en la primera llamada, la familia contestó estupefacta que ante semejante suma no podía ni ofrecer. El comandante León le preguntó a nuestro secuestrado el número de baños de su casa, evidente prueba de supervivencia. Dedujo que la negociación había empezado. Una mañana, dos meses después, lo despertaron temprano. “Monte, que va papáramo”, le dijeron, señalándole una yegua. Llevaba cinco meses de cautiverio.
III. Negociación.
Sus hermanos, su mamá, su mujer, que creían derruido al consentido de la casa, no sabían que los cinco meses de cautiverio en el monte lo habían convertido casi en un veterano. Debería pasar otros dos meses antes que él lograra hacerles llegar el mensaje escrito que fue decisivo en la negociación. Y a él le faltaba afrontar una prueba terrible.
“Entrar en un secuestro es entrar en un submundo”, me dijo el hermano. Hay avivatos, que los llamaron varias veces, diciendo que ellos lo tenían y era mentira. Hay intermediarios desinteresados, y a través de uno de ellos, lograron, por fin, transmitir una clave para que los llamaran citándola -sólo así podían estar seguros de hablar con los verdaderos captores. Existe el Gaula, pero corren rumores de que, además de gente profesional, hay dineros que se pierden, negocios que se tuercen. Hay negociadores expertos, y uno resultó ser amigo. Y están la vasta y secreta cofradía de los secuestrados; el flujo de los que van saliendo libres, con la casualidad difundiendo de conocido en conocido un rumor, un dato que, a veces, llega hasta la familia en cuestión; la laboriosa red de mensajes que traen, escondidos con ingenio de preso, los liberados.
Se negocia a ciegas, con los captores explotando a cuentagotas la incertidumbre de la familia sobre el verdadero estado del cautivo. “El que apura la negociación está perdido”, sentencia el hermano. Desesperada pero bien asesorada, la familia se había resignado a esperar diez meses, un año. Del millón de dólares inicial, la guerrilla se había bajado a 600 millones de pesos. Ellos, sin cañar, insistían en que era una suma imposible. Orlando, uno de los secuestrados, había salido libre y trajo una razón provindencial: estaba bien, no había hablado de más y oía religiosamenteLa Voz del Secuestroi . Desde entonces le pusieron mensajes sistemáticos.
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La subida al páramo a caballo duró tres días, y lo llevaron directo a un hombre que después supo era la mano derecha de Romaña. “Vea la carretera; cuadre y se va”, le dijo, anunciándole que lo habían traído para hablar por teléfono. “Llore o enverráquese, pero convénzalos”, espetó, desenfundando una pistola y pasándole el celular. Encañonado, se quejó, pero su madre, tranquila, al otro lado de la línea, le dijo en clave que la razón de Orlando había llegado. “Tenga calma, mijo”, se despidió.
Le dio duro volver a bajar. Pero fue pasajero. En su grupo se había vuelto un líder. Daba ánimo a los demás, preparaba a los recién llegados contra las artimañas de los captores. Cándido, que había salido, le dejó uno de los dos radios, e invertía su tiempo en oír los mensajes y transmitirlos a todos.
De la docena de guerrilleros, tres tenían quince años y cuatro eran mujeres. León, el comandante, era estricto y decente. Rábano, el segundo, también enfermo por el ajedrez, negociaba partidas a cambio de dejarles oír noticias por radio. Luis, de extracción urbana, hacía el papel del interrogador malo; Willington hacía el del bueno, les conseguía, jabón, papel higiénico, un cepillo dental, y varios del grupo cayeron, dándole preciosa información. Eduard llegó convaleciente de una herida y era un tramposo de miedo jugando parqués. “Yo me dejaba ganar y no me la montaba, pero con el orgulloso don Juaco, que le peleaba, se desquitaba poniéndole carne dañada en su plato”. Mónica les robaba relojes y anillos. Los niños les soltaban piecitas de información: “van a liberar a fulano; van a traer uno nuevo”.
Para los jefes, la “comisión” es un premio, un descanso. “El comandante encargaba café a las guerrilleras como a muchachas del servicio”. Sólo respondía por las comunicaciones, cada tres horas, de seis a seis. A los rasos se les ponían misiones para mantenerlos ocupados. “Los mandaban a caminar dos días para ir a cargar una batería”. Creyó entender que la guerrilla ataca pueblos para mantener en alto la moral de la tropa, con victorias. Oyó con ellos la Voz de la Resistencia, la emisora de las Farc, tan parcial como los partes de las fuerzas oficiales colombianas. La disciplina guerrillera le pareció fundada en el temor, no en la convicción. Uno le contó que la deserción se castiga con el fusilamiento. De pronto, las dos cocineras de la “comisión” desaparecieron; se rumoró por semanas que las habían ajusticiado por dejar dañar la carne de un cerdo. Uno de los niños le dijo: “Usté sale; nosotros estamos aquí patoda la vida”. Al guerrillero que cometía una falta lo ponían a cocinar un mes, le aumentaban las guardias, hasta lo amarraban a un palo. Las mujeres debían pedir permiso para cambiar de compañero.
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Cuando ya tenían una rutina hecha y casi se habían vuelto una sola sociedad con sus captores, sobrevino el desastre. Por un error de Cándido en un mensaje radial que envió después de salir libre, se descubrió que tenían radio. Al comandante León lo reemplazó Iguarán, un demonio barbado. Creyeron calmarlo entregándole uno de los dos que tenían. Pero una noche ordenó levantar la “comisión” y se los llevaron ocho horas monte arriba. En el nuevo sitio, los amarraron, uno a uno, a árboles distantes entre sí unos diez pasos, y les hicieron cambuches individuales. Así, en esos calabozos de confinamiento solitario improvisados en un monte cerrado y gélido donde no entraba el sol, los tuvieron 43 días.
La crueldad llegó a sus límites, recuerda. “Una mañana llegó un guerrillero con la pistola en la mano. Me desató.Levántese; camine hasta allái , ordenó, señalando un cerro.Siéntese aquíi , dijo cuando llegamos. Yo me santigué, convencido que me iba a matar. Pero se fue, y volvió al rato con otro secuestrado, y otro, hasta que los trajo a todos. Era para que tomáramos el sol”.
Con el alambre de una esponjilla, él instaló en su árbol una antena improvisada para el único radio que les quedaba. Como estaba prohibido hablar, transcribía a cada uno su mensaje en papelitos. El riesgo era lunático pero esa voz anónima y una biblia que se leyó de cabo a rabo fue lo único que le impidió enloquecer en esos 43 días que ni a él ni a los otros se les van a olvidar nunca. Ahí, con dos secuestrados que trajeron de allá, se enteró de La Julia, el lugar de la selva donde se llevan los rehenes importantes. “Salís a cagar y hay panteras”, le dijo, gráfico, uno de ellos.
De allí salieron, liberados, varios secuestrados. Con uno logró enviar el primer mensaje escrito a su familia. Yo tuve en mis manos los siete papelitos menudos, escritos en una letra minúscula en tinta de bolígrafo corrida por la lluvia, que, con mañas de preso, hizo llegar a su familia en los diez meses que estuvo secuestrado. Pedía a sus familiares llevar la negociación al límite, desconfiar, pues los guerrilleros estaban haciendola vueltai con los rescates: recibían la plata acordada después de meses de negociación, y no entregaban al secuestrado sino que pedían más. Por radio, en clave, entendió que su familia había recibido ese primer mensaje. Y, pese a que la prueba terrible de vivir amarrado a un árbol como un perro lo estaba doblegando, se dispuso a esperar.
IV. Liberación.
Cuando les dieron de pronto la orden de ponerse en marcha, era noche cerrada, habían pasado ocho meses y medio desde que lo secuestraron y él no sabía ni lo próximo de su liberación ni que se iba a salvar por un pelo de que, como a varios de sus compañeros, en lugar de soltarlo, lo dejaran preso para pedir más dinero. La forma como su familia craneó el pago del rescate, lo decidió todo.
En el momento en que para él y su grupo terminaban los 43 días amarrados a los árboles, el monto de su rescate ya estaba acordado. Su madre, que ahora manejaba la negociación, había pedido un último plazo para reunir el dinero pues préstamos y propiedad vendida a la carrera no alcanzaron. El, por el radio, tenía una idea vaga de que la negociación avanzaba, y eso era todo.
Caminaron casi toda la noche, hasta una casa vecina a su antigua “comisión”. Los calabozos de dos por dos en que los metieron por separado, les parecieron un hotel comparados con el fango y el frío de los días terribles que acababan de pasar. Su primera preocupación fue volver a instalar una antena para el radio. El cuartucho en que estaba tenía una claraboya. Pidió una tabla, aduciendo que era para hacerse una banca, la recostó a la pared y con los crujidos de la operación cubiertos por el ruido que hicieron sus compañeros, pegó su alambre de esponja de brillo al techo de zinc. “Me sentí como robando el Banco de la República, pero quedamos con una antena parabólica”, me dijo.
En las semanas siguientes salieron cinco compañeros. Los que se iban ya no eran secuestrados nuevos; en esos meses se le habían vuelto amigos del alma. Cada día se sentía más impaciente, más solo. Hasta que una noche le dijeron: “Alístese para salir mañana; no lleve nada”. Trató de luchar contra la idea de que lo iban a soltar, diciéndose que era otra subida al páramo a hablar por teléfono, pero esa noche, después de oír en la Voz del Secuestro la indistinguible voz de su madre “ya cuadramos” no pudo dormir.
Lo sacaron al amanecer, a pie, custodiado por un solo guerrillero desarmado. Casi se devuelve cuando le tocó cruzar, colgado de una polea, un cañón, jalando con las manos el lazo viejo tendido de lado a lado que la sostenía. Subieron todo el día y al anochecer llegaron a un campamento grande, donde lo hicieron esperar una hora antes de dirigirlo a la “comisión de entrada”, adonde llegaban muchos secuestrados. De pronto, en un cambuche, vio a Mario, supuestamente liberado dos meses atrás. Por lo visto, le habían hecho la “vuelta”, y ahí seguía, esperando el sobrepago de su rescate. Apenas si pudo hacerle una seña.
Al día siguiente llegó al mismo lugar adonde lo trajeran meses antes a hablar con su madre por celular. “Se va, maestro. Y dese por bien servido, pues no lleva sino diez meses”, le dijo la mano derecha de Romaña. Le dieron el teléfono y volvió a hablar con su madre. Se la oía muy mal: la guerrilla le había dicho que él estaba muy enfermo. “Usted no se imagina lo terrible que son esas llamadas; si en ocho meses hablamos con ellos en total diez minutos, fue mucho; eran conversaciones relámpago de minuto y medio, con ellos diciendo que el celular era muy caro, para colgar enseguida y perderse un mes todo contacto”, me dijo el hermano, resumiendo todo el tormento del secuestro: el preso sabe cómo está; la familia, angustiada, adivina.
Se cuadró que saldría a los tres días. De noche dormía solo pero pasaba el día en el cambuche de los jefes, viendo televisión. Ahí terminó de entender el negocio.
Todo el día entraban los negociadores de las Farc y llamaban una y otra vez por teléfono. Eran ocho o nueve y manejaban todos los negocios. Insultaban, explicaban, amenazaban; con cada llamada cambiaban de actitud. “Había familias que negociaban a los madrazos, gente que imploraba”, recuerda nuestro secuestrado. Ahí tuvo en sus manos, en un rato de descuido de los guerrilleros, un cuaderno de colegio forrado en plástico azul, marcadoEmpresa Ganadera Colombiai . Cada página era la ficha técnica de un cliente, con su nombre y teléfono, sus datos, el nombre del negociador encargado de su secuestro y una serie de cifras que iban disminuyendo, tachadas, hasta llegar a la última, encerrada en un círculo. “Ese era el monto final del rescate, y de ahí no se movían”. Cuando llegó a su página, le temblaron las manos. Entendió que en esa seca columna de cifras estaban sus meses de cautiverio, los errores que quizá cometieron él y su familia, la resistencia, la lucidez denodada que había tratado de mantener frente a los carceleros.
El día acordado, se levantó temprano y se bañó en agua helada. La cita era a las nueve de la mañana. Esperó todo el día, convencido que no iba a salir. A las seis de la tarde, por fin, llegó la orden por radio: “Sáquenlo”. Lo llevaron a una casa donde estaban los que habían negociado y una persona que conocía muy bien, que venía por él.
No los dejaron irse esa noche y la persona que habían enviado le contó cómo se planeó el pago del rescate.
No enviar a nadie de la familia fue el primer acierto: quien vino a buscarlo llegó, como se había acordado, en la mañana. Lo demoraron por horas preguntándole si era pariente del secuestrado. De serlo, lo habrían dejado para pedir más plata. Enseguida, la guerrilla le propuso compartir el rescate y decir que se lo había quitado el ejército en el camino. Les dijo que no. Pero lo que acabó de desarmarlos fue la historia de los instrumentos. Como parte del pago, la guerrilla había pedido que enviaran una lista de instrumentos. La familia consideró una locura mandar a una zona de guerra un maletín lleno de dinero y además herramientas cuyo destino era evidente para cualquier retén de los paramilitares o las fuerzas oficiales. El enviado no los trajo; la guerrilla protestó, amenazando echar atrás el trato; él les dijo que traía no sólo el dinero que costaban, sino una cotización formal. Eso los desarmó.
El hombre que bajó esa mañana en el carro hacia Bogotá, era otro. No sólo porque estuviera libre después de diez meses de cautiverio ni porque hubiese sido uno más entre los casi cuatro mil secuestrados del año 2000 en Colombia. Sufrió como todos. Pero salió al otro lado porque entendió que el secuestro es un negocio y aprendió a jugar con las reglas de sus captores.
***
Sentados en su casa, después de las dieciséis horas que le tomó reconstruir para mí la historia de su secuestro, me dijo con un leve temblor: “Lo único que me da miedo es que me secuestren de nuevo. No sé si podría resistirlo otra vez”. Cuando este relato estaba escrito, sonó mi teléfono. Era su hermano. Las Farc habían vuelto a llamar. “A saludar”.